No es difícil
despreciar los consuelos humanos cuando se tienen los divinos.
Lo que sí es cosa
grande y muy grande es poder vivir sin consuelo alguno, ni humano ni divino;
padecer alegremente por el honor de Dios ese destierro del corazón; no buscarse
en nada, ni atender al propio mérito.
¿Te parece mucho el
estar alegre y sentir devoción cuando te visita la gracia? ¿Quién no suspira
por esa hora?
Alegre y ligero camina
aquel a quien lleva la gracia de Dios. ¿Es de admirar que no pese la carga a
aquel que es llevado en brazos por el Omnipotente y es conducido por el
Altísimo Guía?
Nos gusta tener algo
que nos consuele; y difícilmente se desnuda el hombre de sí mismo.
Aquel
santo mártir, San Lorenzo, triunfó del mundo y del amor que a su obispo tenía;
porque despreció todos los engañosos placeres de la vida, y sufrió mansamente
por Cristo que también lo separasen del papa San Sixto, a quien entrañablemente
amaba.
De modo que por el amor
del Creador triunfó del amor a la criatura, y en vez del consuelo humano
prefirió hacer la voluntad divina. Así
tú también aprende a despegarte por amor de Dios de algún amigo, por íntimo y
querido que sea.
Tampoco te duela mucho
cuando algún amigo te abandone, porque ya sabes que al cabo nos hemos de
separar todos sin remedio.
Larga
y terrible lucha tiene que sostener el hambre contra sí mismo hasta lograr la
completa victoria sobre si, y la total concentración de sus afectos en Dios. '
Cuando el hombre se
apoya en sí mismo, fácilmente se inclina a la tierra en busca de consuelos
humanos.
Quien ama de veras a
Cristo y se esfuerza por practicar la virtud no desciende a buscar consuelos,
ni quiere tales dulzuras sensibles, sino hacer vigorosa gimnasia espiritual y
sufrir por Jesús rudos trabajos.
Cuando
Dios te dé consuelos espirituales recíbelos con gratitud, pero sin olvidar que
no los mereciste tú, más El por bondad te los dio.
No
te envanezcas, ni presumas de ellos con orgullo, ni te alegres demasiado; al
contrario: sé más humilde por el don recibido, y más cauto y circunspecto en
todos tus actos: porque esa hora pasará, y luego la tentación vendrá. No
pierdas luego la esperanza cuando te prive Dios de sus consuelos.
Espera humilde y
paciente la celestial visita. Quizá te dé Dios después consolación más dulce
que la anterior.
Eso no es cosa extraña
o desacostumbrada para hombres experimentados en el camino de Dios. Los grandes
santos y los profetas del antiguo testamento sufrían a menudo tales
alternativas.
Así dijo uno de ellos
al visitarle la gracia: Sintiéndome
seguro exclamé: “Jamás me turbaré” (Sal 29, 7). Pero luego dice lo que al
retirarse la gracia sintió: “Apartaste de mi tu rostro, y todo me perturbé”
(ibid. 8).
A pesar de eso, de
ningún modo pierde la esperanza en semejante estado, antes ruega más ardientemente
a Dios con estas palabras: “Clamaré a
ti, Señor; suplicaré a mi Dios” (ibid. 9).
Dice luego cómo su
oración fue al fin escuchada, y lo que pedía, otorgado: “Me oyó el Señor, se apiadó de mí, y vino en mi ayuda” (ibid. 11).
¿Y cómo le ayudó? Así: “Mi llanto, Señor, trocaste en alegría; inundaste
de júbilo mi corazón” (ibid. 12).
Si a los grandes santos
eso les sucedía, nosotros, miserables y pobres, no debemos perder la esperanza
porque a veces nos sintamos fervorosos y a veces tibios: porque el Espíritu de
Dios va y viene como le place.
Por eso dice el Santo Job: “Por la mañana visitas al hombre,
y de repente lo pruebas” (Job 7, 18).
¿En
qué, pues, esperaré o confiaré, sino en la gracia celestial y en la gran
misericordia de Dios?
Porque aunque viva
entre hombres buenos, religiosos virtuosos y amigos leales; aunque lea libros
santos y bellos tratados; aunque escuche himnos y cánticos dulces; ¡cuán poco me consuela todo eso, cuán poco
me deleita cuando me abandona la gracia, dejándome en la propia miseria sumido!
No
hay más remedio entonces que la paciencia y resignación de sí mismo a la voluntad
de Dios
Nunca he conocido
persona tan religiosa y devota que a veces no haya sufrido esta privación de
consuelo, o no se haya sentido con menos fervor.
Ningún santo ha sido
arrebatado tan alto, ni tan iluminado, que antes o después no haya sido
tentado.
Porque no es digno de
la sublime contemplación de Dios, quien por Dios no haya sufrido alguna
tribulación.
Pues la tentación puede
ser preludio de consolación.
La celestial
consolación se promete a los que hayan sufrido la prueba de la tentación. Así
leemos en el Apocalipsis: “Al vencedor
le daré a comer del árbol de la vida” (Ap 2, 7).
Se da al hombre la consolación divina para infundirle fuerza
para sufrir adversidades.
Y le asalta después la tentación
para que no se enorgullezca del
bien.
El diablo no duerme, ni la carne está bien muerta todavía. Vive,
pues, preparado para la batalla, porque a diestra y siniestra hay enemigos en
continua actividad.
“LA
IMITACIÓN DE CRISTO”
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