martes, 25 de enero de 2022

De la privación de todo consuelo – Por Tomás de Kempis.

 




No es difícil despreciar los consuelos humanos cuando se tienen los divinos.

Lo que sí es cosa grande y muy grande es poder vivir sin consuelo alguno, ni humano ni divino; padecer alegremente por el honor de Dios ese destierro del corazón; no buscarse en nada, ni atender al propio mérito.

¿Te parece mucho el estar alegre y sentir devoción cuando te visita la gracia? ¿Quién no suspira por esa hora?

Alegre y ligero camina aquel a quien lleva la gracia de Dios. ¿Es de admirar que no pese la carga a aquel que es llevado en brazos por el Omnipotente y es conducido por el Altísimo Guía?

Nos gusta tener algo que nos consuele; y difícilmente se desnuda el hombre de sí mismo.

Aquel santo mártir, San Lorenzo, triunfó del mundo y del amor que a su obispo tenía; porque despreció todos los engañosos placeres de la vida, y sufrió mansamente por Cristo que también lo separasen del papa San Sixto, a quien entrañablemente amaba.

De modo que por el amor del Creador triunfó del amor a la criatura, y en vez del consuelo humano prefirió hacer la voluntad divina. Así tú también aprende a despegarte por amor de Dios de algún amigo, por íntimo y querido que sea.

Tampoco te duela mucho cuando algún amigo te abandone, porque ya sabes que al cabo nos hemos de separar todos sin remedio.

Larga y terrible lucha tiene que sostener el hambre contra sí mismo hasta lograr la completa victoria sobre si, y la total concentración de sus afectos en Dios.                 '

Cuando el hombre se apoya en sí mismo, fácilmente se inclina a la tierra en busca de consuelos humanos.

Quien ama de veras a Cristo y se esfuerza por practicar la virtud no desciende a buscar consuelos, ni quiere tales dulzuras sensibles, sino hacer vigorosa gimnasia espiritual y sufrir por Jesús rudos trabajos.

Cuando Dios te dé consuelos espirituales recíbelos con gratitud, pero sin olvidar que no los mereciste tú, más El por bondad te los dio.

No te envanezcas, ni presumas de ellos con orgullo, ni te alegres demasiado; al contrario: sé más humilde por el don recibido, y más cauto y circunspecto en todos tus actos: porque esa hora pasará, y luego la tentación vendrá. No pierdas luego la esperanza cuando te prive Dios de sus consuelos.

Espera humilde y paciente la celestial visita. Quizá te dé Dios después consolación más dulce que la anterior.

Eso no es cosa extraña o desacostumbrada para hombres experimentados en el camino de Dios. Los grandes santos y los profetas del antiguo testamento sufrían a menudo tales alternativas.

Así dijo uno de ellos al visitarle la gracia: Sintiéndome seguro exclamé: “Jamás me turbaré” (Sal 29, 7). Pero luego dice lo que al retirarse la gracia sintió: “Apartaste de mi tu rostro, y todo me perturbé” (ibid. 8).

A pesar de eso, de ningún modo pierde la esperanza en semejante estado, antes ruega más ardientemente a Dios con estas palabras: “Clamaré a ti, Señor; suplicaré a mi Dios” (ibid. 9).

Dice luego cómo su oración fue al fin escuchada, y lo que pedía, otorgado: “Me oyó el Señor, se apiadó de mí, y vino en mi ayuda” (ibid. 11).

¿Y cómo le ayudó? Así: “Mi llanto, Señor, trocaste en alegría; inundaste de júbilo mi corazón” (ibid. 12).

Si a los grandes santos eso les sucedía, nosotros, miserables y pobres, no debemos perder la esperanza porque a veces nos sintamos fervorosos y a veces tibios: porque el Espíritu de Dios va y viene como le place.

Por eso dice el Santo Job: “Por la mañana visitas al hombre, y de repente lo pruebas” (Job 7, 18).

¿En qué, pues, esperaré o confiaré, sino en la gracia celestial y en la gran misericordia de Dios?

Porque aunque viva entre hombres buenos, religiosos virtuosos y amigos leales; aunque lea libros santos y bellos tratados; aunque escuche himnos y cánticos dulces; ¡cuán poco me consuela todo eso, cuán poco me deleita cuando me abandona la gracia, dejándome en la propia miseria sumido!

No hay más remedio entonces que la paciencia y resignación de sí mismo a la voluntad de Dios

Nunca he conocido persona tan religiosa y devota que a veces no haya sufrido esta privación de consuelo, o no se haya sentido con menos fervor.

Ningún santo ha sido arrebatado tan alto, ni tan iluminado, que antes o después no haya sido tentado.

Porque no es digno de la sublime contemplación de Dios, quien por Dios no haya sufrido alguna tribulación.

Pues la tentación puede ser preludio de consolación.

La celestial consolación se promete a los que hayan sufrido la prueba de la tentación. Así leemos en el Apocalipsis: “Al vencedor le daré a comer del árbol de la vida” (Ap 2, 7).

Se da al hombre la consolación divina para infundirle fuerza para sufrir adversidades.

Y le asalta después la tentación  para que  no se enorgullezca del bien.

El diablo no duerme, ni la carne está bien muerta todavía. Vive, pues, preparado para la batalla, porque a diestra y siniestra hay enemigos en continua actividad.

 

“LA IMITACIÓN DE CRISTO”

 

 


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