miércoles, 11 de julio de 2018

Del último asalto y engaño con que procura el demonio que las mismas virtudes nos sean ocasiones de ruina – Por el V. P. D. Lorenzo Scupoli.





   Hasta en las virtudes adquiridas no deja de tentarnos con sus engaños la antigua serpiente para perdernos. Una de sus más sutiles estratagemas es servirse de nuestras propias virtudes para inducirnos a la complacencia y estimación de nosotros mismos, a fin de que caigamos después en el vicio de la soberbia y de la vanagloria.

   Para huir de este peligro debes combatir siempre y mantenerte firme en el verdadero conocimiento de ti misma, reconociendo que nada sabes, ni nada puedes, y que no hay en tí sino miserias y defectos, y no mereces sino la condenación eterna.

   Procura imprimir en tu espíritu esta importante verdad, para servirte de ella, en las ocasiones, como de una especie de fortificación de donde no debes salir jamás, y si te vinieren algunos pensamientos de presunción y de vanagloria, resístelos y combátelos como enemigos peligrosos que conspiran a tu perdición y ruina.

   Para adquirir un perfecto conocimiento de tí misma, le has de servir de este modo: Todas las veces que hicieres reflexión sobre tí misma y sobre tus obras, considera solamente lo que es propio tuyo, sin mezclar lo que es de Dios y de su gracia, fundando siempre el juicio que formares de ti sobre lo que tienes puramente de ti misma.

   Si consideras, hija mía, el tiempo que ha precedido a tu nacimiento, hallarás que en todo aquel abismo de eternidad no has sido sino un puro nada, y que no has obrado ni podido obrar la menor cosa para merecer el ser que tienes.

   Si vuelves los ojos al tiempo en que subsistes por sola la bondad y misericordia de Dios, ¿qué serias tú sin el beneficio de la conservación? ¿Qué serias tú sino un puro nada? Porque no es dudable que si Dios, por solo un momento te dejase, al instante volverías a la nada de donde te sacó su mano omnipotente.

   Es, pues, indubitable que no considerando solamente sino lo que te pertenece y es propio tuyo en el ser natural, no debes estimarte a tí misma, ni desear que te estimen los demás.

   En lo que toca al ser sobrenatural de la gracia y al ejercicio de las buenas obras, no tienes tampoco causa alguna para ensoberbecerte; porque sin el socorro del cielo, ¿qué mérito puedes tú adquirir, o qué bien puedes obrar por tí misma?

  Por otra parte, si consideras la multitud de pecados, o que has cometido o que pudiste cometer, y hubieras sin duda cometido si Dios no te hubiese preservado, hallarás que tus iniquidades por la multiplicación, no solo de los días y de los años, sino también de las acciones y malos hábitos (porque un vicio llama a otro vicio), hubieran llegado a número casi infinito, y te hubieras hecho semejante a los mismos demonios.


   Todas estas consideraciones le inspirarán un grande menosprecio de ti misma, y te harán reconocer las infinitas obligaciones que debes a Dios, atribuyéndote a ti solamente lo que es tuyo, y no quitando a su infinita bondad la gloria que se le debe.

   Pero advierte, hija mía, que en el juicio que hicieres de ti misma y de tus obras, has de procurar siempre que no entre cosa alguna que no sea justa y verdadera; porque aunque te aventajes en el conocimiento de tu miseria a otros que deslumbrados del amor propio conciben una vana estimación de sí mismos, tú serás siempre más culpable que todos ellos si con todo el conocimiento que tienes de tus defectos deseas pasar por santa en la opinión y juicio de los hombres.

   Para que este conocimiento, pues, te libre de la vanagloria y te haga agradable  los ojos del que es Padre y modelo de los humildes, no basta, hija mía, que te desprecies a tí misma como indigna de todo bien y digna de todo mal; es necesario que desees también ser despreciada del mundo, que aborrezcas las alabanzas y ames los vituperios, y que en las ocasiones que se ofrecieren ejercites con gusto los más viles servicios y ministerios.

   No hagas caso jamás de lo que se dirá o se pensará de tí cuando te vieren abrazar estos humildes ejercicios. Ocúpate en ellos únicamente por el fin o motivo de tu propio abatimiento; mas no por una cierta presunción de ánimo y soberbia oculta, con que muchas veces con color de generosidad cristiana suelen menospreciarse los discursos de los hombres, y sus opiniones y juicios.

   Si sucediere, pues, alguna vez que los demás te amen, te honren y te estimen como buena, y alaben en tí algunas calidades y gracias que has recibido del cielo, procura recogerte luego dentro de ti misma; y fundándote en los principios de verdad y de justicia que quedan establecidos, dirás a Dios de todo corazon: Señor, no permitáis jamás que yo os usurpe vuestra gloria, atribuyendo a mis propias fuerzas lo que no es sino un puro efecto de vuestra gracia. Para Vos, Señor, sea la alabanza, para Vos la honra y gloria, y para mí el oprobio y la confusión. Después, volviendo el pensamiento a la persona que te alaba, dirás interiormente: ¿Qué motivo puede tener este hombre para alabarme? ¿Qué bondad, qué perfección ha visto en mí? Solo Dios es bueno, y solamente sus obras son perfectas.

   Humillándote de esta suerte y dándote a Dios, te defenderás de la vanidad, y merecerás de día en día mayores dones y gracias.

   Si por ventura la memoria de tus buenas obras produjere alguna vana complacencia en tu corazon, procura reprimirla luego, mirando estas buenas obras, no como cosas tuyas, sino de Dios, y diciendo con humildad como si hablaras con ellas: Yo no sé verdaderamente cómo habéis sido concebidas en mi corazon, ni cómo habéis salido de este abismo de corrupción y de iniquidad; porque no puedo ser yo el que os ha formado. Dios solo es el que por su bondad os ha producido y os ha conservado; y asi a él solo reconozco por vuestro Padre y principal autor: a él solo se deben las gracias: a él solo quiero yo darle y es justo que se le den todas las alabanzas.

   Después de esto considera que todas las buenas obras que has hecho en todo el curso de la vida no solamente no han correspondido a la abundancia de luces y auxilios que se te han comunicado para conocerlas y practicarlas, sino que también han sido acompañadas de muchos defectos; y que no se halla en ellas aquella pureza de intención, aquel fervor y aquella diligencia con que debían ser ejercitadas.

   Pues si las examinas con la atención que conviene, antes te causarán confusión y vergüenza que complacencia y vanagloria, porque es constante que las gracias que recibimos de Dios puras y perfectas, las deslucimos y amancillamos con nuestras imperfecciones en todas nuestras obras.

   Compara también tus acciones con las de los Santos y siervos de Dios, y te avergonzarás de la suma diferencia que hay de las unas a las otras, reconociendo con claridad que las mejores y las mayores de todas tus obras son de muy baja liga y valor en comparación de las de los Santos. Y si después pasas a compararlas con los trabajos de Jesucristo, cuya vida no fue otra cosa que una perpetua cruz, aun cuando no consideres la dignidad infinita de su persona, y solamente atiendas a la grandeza de sus penas y al puro amor con que las ha sufrido, reconocerás con evidencia que todo cuanto has obrado y padecido en el curso de tu vida es de ninguna consideración.

   En fin, si levantas los ojos al cielo para considerar la soberana majestad de Dios, y los servicios que merece, entenderás con claridad que todas tus buenas obras deben más inspirarte el temor que la vanidad.

   Por esta causa en todas tus obras, aunque te parezcan muy perfectas y santas, debes decir siempre con un verdadero y profundo sentimiento de humildad: Tened, Señor, misericordia de mí, que soy una gran pecadora.

   Guárdate también, hija mía, de descubrir con facilidad los dones y gracias que has recibido de Dios; porque esto desagrada siempre a su Majestad, como lo declaró el mismo Señor en el caso y doctrina que se sigue: Habiéndose aparecido un día a una sierva suya en la forma de un niño, y sin alguna señal de su divinidad, esta dichosa alma le pidió con simplicidad que dijese la Salutación angélica. (Luc. I, 18). Hízolo luego el Señor; pero después de haber dicho: Bendita eres entre todas las mujeres, se detuvo, porque no quiso añadir lo que redundaba en alabanza suya; y rogándola esta bendita alma que prosiguiese, desapareció el celestial Niño, dejándola llena de consolación, y convencida de la importancia de la humildad con el ejemplo que acababa de darla.

   Aprende, pues, a humillarte en todas tus obras, mirándolas como espejos que te representan maravillosamente tu nada.

   Este, hija mía, es el fundamento de todas las virtudes; porque como Dios en el principio del mundo crió de nada a nuestro primer padre, así funda ahora todo el edificio espiritual sobre el conocimiento de esta verdad, que de nosotros mismos nada somos. De suerte, que cuanto más profundamente nos abatimos y nos humillamos, tanto más se levanta el edificio (Vide D. August, serm. 10 de verb. Domini): y a la medida que vamos cavando en la tierra de nuestras miserias y descubrimos el fondo de nuestra nada, el divino Arquitecto pone las piedras sólidas y firmes que sirven para la fábrica del edificio. No te persuadas jamás, hija mía, a que puedes humillarte ni abatirte tanto cuanto es necesario, antes bien has de creer que si pudiese darse infinito en la criatura, lo seria tu fragilidad y bajeza.

   Con este conocimiento puesto en práctica lograremos todo el bien que se puede desear; pero sin él seremos poco menos que nada, aunque hagamos todo lo que hicieron los Santos, y aunque estemos siempre ocupados en la contemplación del mismo Dios.

   ¡Oh divino conocimiento que nos hace felices en la tierra, y gloriosos en el cielo! ¡Oh maravillosa luz que sales de las tinieblas de nuestra nada para ¡luminar nuestras almas y levantar nuestros espíritus a Dios! ¡Oh piedra preciosa no conocida, que brillas entre las inmundicias de nuestros pecados! ¡Oh nada, cuyo solo conocimiento nos hace señores de todas las cosas!

   Yo no podré jamás encarecer y ponderar bastantemente el valor y precio de esta perla evangélica. Si quieres honrar a la Majestad divina, debes menospreciarte a tí misma, y desear que todos te menosprecien.

   Si quieres que Dios sea glorificado en tí, y ser tú glorificada en él, conviene que te humilles y te sujetes a todo el mundo. Si quieres unirte con su infinita bondad, huye de la grandeza y de la elevación; porque Dios se aleja de los que se remontan. Elige siempre el último lugar, y obligarás a Dios a que descienda de su mismo trono (Luc. XIV, 10) para buscarte, para abrazarle y unirte consigo; y tanto mayor será la benignidad con que te admitirá en sus brazos, y el amor con que te unirá consigo, cuanto más tú te envilezcas a tus ojos, y desees ser menospreciada de todos.

   Si Dios, que por tu amor se hizo el último de los hombres, te inspirare estos humildes sentimientos, no dejes de dar a su bondad infinita las debidas gracias; ni de reconocerte obligada a los que con injurias y menosprecios le ayudan a conservarlos.

   Pero si, no obstante todas estas consideraciones tan poderosas en sí mismas, la malicia del demonio, nuestra ignorancia y nuestra viciosa inclinación prevalecieren en nosotros de suerte que no dejen de inquietarnos los deseos de la propia exaltación, entonces deberemos humillarnos más profundamente a nuestros ojos, viendo por experiencia cuán poco nos hemos adelantado en el camino del espíritu y en el verdadero conocimiento de nosotros mismos, pues no podemos librarnos de estos importunos deseos que tienen su raíz en nuestra vanidad y soberbia. De esta suerte haremos del veneno antídoto, y nuestro remedio del mal mismo.




“COMBATE ESPIRITUAL” Año 1865

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