martes, 4 de julio de 2017

REFLEXIONES SOBRE LA INFELICIDAD DEL HOMBRE – Por el Beato Tomás de Kempis.




      Desdichado serás donde estuvieres y a donde fueres, si a Dios no te convirtieres.

   ¿Por qué te inquietas cuando las cosas no te salen como querías y tenías proyectado?

   ¿Hay acaso persona a quien le salga todo al deseo? No, ni a mí, ni a ti, ni a hombre alguno sobre la tierra.

   No hay hombre en este mundo que esté libre de angustias y pesares, aunque sea rey o papa.

   ¿Quién es el que lo pasa mejor? Sin duda quien es capaz de sufrir algo por Dios.

   Dicen muchos de alma débil y enfermiza: “Mira qué buena vida se da ese señor, qué rico, grande y poderoso es, y qué encumbrado está.” Pero, si consideras las cosas celestiales, verás que comparadas con ellas nada valen las del mundo, porque son muy inseguras, y más que felicidad, inquietud es lo que causan, porque sin temor y zozobra no se pueden poseer.

   No consiste la felicidad del hombre en la abundancia de bienes temporales; bástale lo suficiente.

   Verdadera desdicha es vivir sobre la tierra.

   Cuanto más espiritual quiere ser el hombre, tanto más amarga se le hace la presente vida, porque ve más claramente y siente más agudamente las miserias de la humana corrupción.

   Porque el comer y beber, el dormir y estar despierto, el trabajar y descansar, en una palabra, el estar sujeto a las necesidades corporales, es en verdad una gran desdicha y pena para los hombres espirituales, quienes querrían estar desembarazados de ellas y libres de todo pecado.

   Al hombre espiritual mucho le pesan las necesidades de la vida. Por eso, para librarse de ellas, pide fervorosamente el profeta: “Líbrame, Señor, de mis necesidades” (Sal 24, 17).

   ¡Ay de los que no ven su miseria, y más todavía de los que, conociéndola, viven apegados a esta vida miserable y mortal!

   Pues hay algunos tan tenazmente apegados a ella, aunque consigan apenas lo necesario trabajando o pidiendo limosna, que si eternamente en el mundo vivir pudieran, del reino de Dios ningún caso hicieran.

   ¡Oh insensatos, paganos de corazón, que tan profundamente sumergidos en las cosas terrenales yacen, que sólo en las cosas de la carne piensan! Mas al fin de la vida verán con dolor, los infelices, qué vil, nada en realidad, fue lo que tanto amaron.

   Mientras que los santos y todos los fieles amigos de Cristo no han buscado lo que a la carne acaricia, ni lo que en el mundo resplandece: todos sus anhelos, toda su esperanza, en los bienes eternos concentraban.

   Todo el ardor de su corazón hacia lo celestial, hacia lo invisible y eterno suspiraba para que el amor de lo sensible hacia la tierra no los arrastrase.

   No pierdas, hermano mío, la esperanza de adelantar en la virtud: aún tienes tiempo y oportunidad.

   ¿Por qué quieres dejar tu propósito para mañana? Levántate ahora mismo y empieza, diciendo: “Éste es el tiempo de trabajar, éste es el tiempo de luchar, éste es el tiempo oportuno para enmendarme.”

   Cuando sufras y estés afligido, entonces es tiempo de merecer.

   Tienes que pasar por agua y fuego para llegar al descanso (cf. Sal 65, 12).

   Si no te haces violencia, no triunfarás de los vicios.

   Mientras carguemos con este frágil cuerpo, no podremos vernos libres de pecado, ni vivir sin dolor y hastío.

   Ya quisiéramos descansar de nuestras penas y dolores; mas, como por el pecado perdimos la inocencia, también perdimos la felicidad verdadera. Así que tengamos paciencia y esperemos en la misericordia de Dios, hasta que pasen estas miserias, y la vida mortal en inmortal se transforme (cf. Sal 56, 2; 2 Cor 5,4).

      ¡Ay, cuán grande es la fragilidad humana, siempre tan inclinada al mal!

   ¿Confiesas hoy tus pecados? Mañana vuelves a caer en ellos.

   ¿Te propones guardarte? A la hora ya obras como si nada te hubieses propuesto.

   Justamente, pues, debemos humillarnos y tenernos siempre en poca estima, pues tan frágiles y mudables somos.

   ¡En corto tiempo se puede perder por negligencia lo que al cabo de mucho tiempo apenas se ganó con la gracia. ¿Qué será de nosotros al fin, cuando tan al principio nos entibiamos? ¡Ay de nosotros que queremos echarnos a descansar como si ya estuviésemos en paz y seguridad, cuando en nuestra vida no se ven todavía trazas de perfección verdadera!

   ¡Cuánto necesitaríamos que otra vez nos formasen en santas costumbres, como se hace con los buenos novicios, por si acaso hubiera alguna esperanza de enmienda y progreso espiritual para el futuro!



“LA IMITACIÓN DE CRISTO”

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