domingo, 28 de mayo de 2017

EL DIOS DEL CORAZÓN – Por San Pedro Julián Eymard.




   “Pensad dignamente del Señor en lo tocante  su bondad” (Sap., I, 1.)

   Al respeto instintivo de homenaje exterior, debe unirse un respeto de amor: el primero honra la dignidad de Jesucristo, este último, su bondad; el primero es el respeto del siervo, éste es el respeto del hijo.

   Pues bien, a éste precisamente concede Jesucristo el mayor valor; y contentarse con el respeto de honor externo, sería quedarse a la puerta: Jesús quiere sobre todo ser honrado en su bondad.

   En la Ley antigua sucedía de otro modo; Dios había escrito sobre su templo: “Temblad cuando os aproximéis a mi Santuario.” Era necesario hacer temblar á aquellos judíos carnales, conduciéndolos por el temor.

   Pero en la actualidad, después de haberse encarnado Jesucristo, quiere que le sirvamos por amor, y ha escrito sobre su Tabernáculo: “Venid todos a mí, y yo os consolaré; venid, pues soy dulce y humilde de corazón.”

   Durante su vida, Jesucristo se conquistó el título de bueno, y los discípulos, y aun sus mismos enemigos, le llamaban diciéndole: Magister bone, buen Maestro.

   Pero ahora es, en la Eucaristía, donde quiere Jesucristo gozar del dictado de bueno, de buen Maestro; lejos de cambiar, ha aumentado su familiaridad con nosotros, desea que pensemos en su ternura, que dilatemos nuestro corazón, que la dicha de verle sea lo que nos conduzca a sus pies.

   Esta es la razón de su velo sacramental. Se corre más hacia lo que es grande que hacia lo que es bueno: si Jesucristo mostrase su gloria, nosotros nos detendríamos allí, sin llegar hasta su corazón. Seriamos judíos; mas Jesucristo nos quiere hijos.

   Por esto Nuestro Señor no quiere el respeto exterior sino como un acto primero, que nos conduzca a su corazón, que nos haga permanecer en su paz.

   Si viésemos a Jesucristo en la plenitud de su grandeza, temblaríamos como tiembla la hoja al más ligero huracán, caeríamos al suelo, jamás haríamos un acto de amor. ¡Ah! ¡Todavía no estamos en el cielo!


   Hay libros que no hablan sino de la majestad de Dios. Que se hable de ello como de paso, no me parece mal; pero detenerse mucho en tales consideraciones, concentrar en ellas toda nuestra oración, esto no es bueno, ni nos lleva al amor de Dios.

   Pero en presencia de Nuestro Señor Jesucristo, tan dulce, tan bondadoso, se tiene una, dos horas de oración, sin tensión de espíritu: si sobrevienen las distracciones, se pide perdón por ellas, y esto se hace tantas veces cuantas ellas nos importunen; esto no es fatigoso: y se sabe que siempre seremos perdonados.

   De otro modo, después de algunas distracciones, se abandonaría la oración con el mayor desaliento.

   La consideración de la bondad de Jesucristo Eucarístico le honra en sumo grado. Esta consideración le hace trabajar, porque su bondad no puede ejercitarse, no puede derramarse, por decirlo así, sino más abajo de donde está; colocándome muy abajo y haciéndome muy pequeño, me inundo de sus gracias y dulces efusiones. Se junta uno entonces con los pobres y los pequeños, a quienes tanto amaba Jesucristo y se le dice: Vos sois muy bueno; ¡pues he aquí dónde podéis dar rienda suelta a vuestra bondad! ¡Y se habla entonces con Jesús!

   De otro modo sucede como cuando se presenta uno ante los Reyes, que empieza a temblar, pierde el dominio sobre sí mismo y no sabe qué decir.

   La Eucaristía con su suprema dulzura, hace elocuente la lengua de los niños; y todos nosotros somos niños.

   La bondad de la Eucaristía da más facilidad y suavidad a nuestras plegarias; propendemos a elevarnos, á engreírnos por nuestras gracias, considerándonos como los propietarios de ellas: Jesucristo no quiere esto, Él no hace más que prestárnoslas, para que nosotros las hagamos fructificar en su provecho; por esto deja que las distracciones vengan a humillarnos. Quisiéramos orar sin distracciones, y esto no es posible; dejaré, pues, la oración, en vista de que no hago más que desagradar a Dios, se dice entonces.

   ¡No, no es asi! Si interesáis en vuestro favor la bondad de Jesucristo, vuestras faltas no deberán atemorizar vuestro espíritu; la misericordia os la perdonará; allí está en persona delante de vosotros.

   Este culto de amor debe hacernos ir con gran confianza a la presencia de Jesucristo Sacramentado.

   Debemos personalizar su amor diciéndole: Señor, heme aquí; soy yo a quien tanto habéis amado y por tanto tiempo esperado; yo a quien tendéis ahora mismo los brazos. Este pensamiento dilatará vuestro corazón.

   Decid con acento de firme persuasión que Jesucristo os ama personalmente, y no permaneceréis insensibles ante tal pensamiento.

   Por otra parte, éste es el secreto del verdadero y natural recogimiento. Para recogerte en Nuestro Señor Jesucristo y obrar del mismo modo cumpliendo las obligaciones de tu estado, no pierdas de vista la bondad de Jesucristo; entonces tu corazón obrará en Él, movido por esta misma bondad y en esto consiste el recogimiento. Al propio tiempo tu espíritu será libre, independiente, y podrás dedicarle a cualquiera cosa que desees. El corazón dirige y gobierna la cabeza, influyendo eficazmente en ella.

   Así es como la presencia de Dios se asocia a todo, es compatible con todo. Mientras que si tu espíritu quiere hallarse siempre bajo la impresión de la majestad y de la grandeza, es absorbido o se debilita sin vigor por efecto del cansancio, perdiendo de vista a Dios u olvidando sus deberes. El recogimiento del corazón es la cosa más natural y verdadera.

   Dios ha puesto en nosotros una pequeña dosis de espíritu, de ingenio, que pronto se agota; pero de corazón, de sentimientos afectuosos poseemos una cantidad considerable.

   El corazón puede siempre amar más, y la presencia cordial de Jesús se une con todo, con todo se compadece; esta presencia nos comunica fuerzas y alientos para no desfallecer; con ella se sabe que Dios es bueno y misericordioso; se vive en su bondad.

   Así es que el servidor asalariado corre, vuela a la señal de su amo; pero no se le agradece, pues lo que él honra es el salario.

   Mas la obediencia filial tiene un perfume que nada es capaz de remplazar y que no fatiga; es afectuosa y se halla exenta de vanidad.

   Nuestro Señor nos la pide: deja para los padres una parte; pero el grueso de este copioso torrente de afectos los quiere para sí.

   ¡Démosle, en fin, todo nuestro corazón! al entrar, pues, en su presencia, rindámosle el honor de respeto instintivo, profundo, por su majestad.

   Pero de aquí pasemos a su bondad y en ella permanezcamos. Manete in dilectione mea. Permaneced en mi amor.



“LA DIVINA EUCARISTÍA”

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