martes, 4 de abril de 2017

¿QUIÉN HA VUELTO DEL OTRO MUNDO? - CAPÍTULO III - (Diálogo entre dos amigos, Francisco que si cree en el infierno y Adolfo que no) Este capítulo es imperdible, viene con ejemplos.




Háblase de algunos que han vuelto del otro mundo.

FRANCISCO: No extraño tu lenguaje, Adolfo queridísimo, porque es común evasiva de los librepensadores, cuando no saben qué responder o se ven acorralados por las razones del adversario, apelar a chirigotas (murgas) o meter a barato las cosas más serias. No cantes victoria ni aun en el terreno de los hechos, porque los hay, sí los hay, y muchos, que vienen a confirmar la palabra de Jesucristo.

   Oye uno que se refiere en la vida de Santa Liduvina. (Patrona de los enfermos crónicos) Floreció esta ilustre virgen padeciendo todo linaje de dolencias en el lecho del dolor por espacio de treinta y ocho años, pero sumamente favorecida del Altísimo congracias extraordinarias, entre otras con el don de penetrar lo más recóndito de los corazones de cuantos la visitaban.

   Fué un día a tratar con ella un mancebo, el cual ocultamente sostenía una amistad ilícita que le conducía tristemente a su ruina eterna. La Santa exhortóle á romper valerosamente las cadenas que le arrastraban a la perdición, y a emprender una vida casta y sólidamente cristiana. — ¿Y qué tiene usted que decir contra mí?, replicó el infeliz. ¿Por ventura puede Ud. poner tacha en mis costumbres? — ¡Ay, desgraciado!, exclamó la enferma. Acuérdese Ud. de lo que hizo ayer por la noche, a tal hora y en tal casa, y verá que su conducta no está cristianamente ajustada.

   Avergonzado el joven, fugóse a otro país lejano en compañía de la que era la piedra de sus escándalos. Allí permaneció por algunos años esclavo de sus torpezas, hasta que murió en la culpa su desgraciada manceba. Entonces tornó el pródigo a su patria, y la primera visita que hizo fué a la santa enferma, la cual le recibió con muestras clarísimas de caridad y de ardiente celo de su salvación.

   —Vamos, —le dijo, —dé Ud. gracias a Dios por haber roto los grillos que no le dejaban volver a su divino servicio. Arrepiéntase Ud. de sus extravíos, y hecha una buena confesión, emprenda una vida del todo cristiana.

   — ¡Cómo! ¿Y qué sabe Ud. de mis grillos y cadenas?—contestó él.

— ¡Oh, sí! Cónstame que se condenó por haber muerto infelizmente la que fué cómplice de sus liviandades. ¡Oh! ¡Si la viera usted sumida en aquel abismo de eternas llamas!...

—Entonces tal vez creería en ese infierno, con que tanto quiere Ud. intimidarme.

   Púsose la santa virgen en oración, y con ella consiguió del Señor que la infeliz condenada se apareciese al joven rodeada de llamas, y echando fuego por todas partes entre lastimeros gritos de rabia y desesperación.

ADOLFO: — Pero, vamos, ese hecho lo contará algún cronicón de la Edad Media...

FRANCISCO: —Ese hecho, y otros mil análogos a ése, lo cuentan los Bolandos, (orden religiosa) que, como tú debías de saber, son, en punto a sensatez y sana crítica, de lo más grave que se conoce.

ADOLFO: ¿Pero todo eso no podría ser obra de la imaginación, o efecto de fascinación hipnótica producida por la enferma? Si hubieran presenciado el hecho muchos testigos imparciales, otra fuerza tendría tu narración...

FRANCISCO: —Pero, hombre de Dios, si en aquellos tiempos no se hablaba siquiera de hipnotismo... ¿Y te parece idónea para esas comedias una pobre enferma, oprimida de indecibles dolores, retablo de penas y amarguras? Mas ya que te empeñas en que te cite oíros acontecimientos más ruidosos, escucha otro famoso y conocido que refieren los mismos historiadores, y lo confirmaron con juramento muchos testigos oculares, y que no ocurrió en la Edad Media, sino casi casi en nuestros días. Si lo niegas, también puedes negar que viviera Napoleón o que Pepe Botellas estuviera en Madrid.

ADOLFO: —Pues cuéntamelo, y a ver si me convences, que lo dudo.

   —Solía San Francisco de Jerónimo recorrer en procesión las calles y alrededores de Nápoles para reunir auditorio en alguna plaza y dirigirle su apostólica palabra. Sucedió un día que una mujer desvergonzada, no queriendo oír los sermones del santo misionero, y sintiendo que se acercaba la procesión a su casa, convidadas algunas mujeres de su laya, y entrando en la danza algunos mozalbetes, se pusieron adrede a mover ruido con castañuelas, sonajas y otros instrumentos, para obligar al predicador á que se fuera con el sermón a otra parte.

   Disimulaba el siervo de Dios con prudencia y caridad; pero aconteció una vez que, pasando por allí mismo con su procesión, vió cerrada la puerta de aquella mala mujer; y, vuelto a uno de los presentes, le preguntó: ¿Que es de la Catalina?  — Que así se llamaba la desgraciada. — ¿No lo sabe usted?, respondió el otro. —Pues ayer le acometió un dolor, y murió de repente sin poder decir ¡Jesús!

   En esto dijo el santo apóstol: — ¿Es muerta Catalina? ¿Y de repente? Vamos a verla. —Entró con todos los que pudieron penetrar en la casa donde estaba el cadáver, mirólo atentamente, oró un rato, y después, revestido de superior impulso, con voz gravísima le preguntó: — Catalina, ¿dónde estás? Dos veces le hizo la misma pregunta sin obtener contestación; pero renovando por tercera vez con mayor imperio la intimación –– Catalina, ¿dónde estás?— levantó la difunta la cabeza, abrió los horribles ojos con pavor de los circunstantes, y con voz espantable y cavernosa respondió: — ¡En el infierno!... ¡Por una eternidad!... ¡Estoy en el infierno! —Esto dicho, volvió a tenderse el frío cadáver, como antes. Todos salieron de la casa llenos de terror, y |a la salida iba el Santo repitiéndoles: — ¡En el infierno—Catalina, ¿dónde estás? —En el infierno; estoy en el infierno... ¡no! ... ¿Lo habéis entendido? ¡En el infierno, y por toda una eternidad!... ¡Oh Dios mío! ¡Dios tremendo y justiciero!...

   Tanta impresión hicieron estas palabras en aquel concurso, que muchos no quisieron volver a sus moradas sin primero confesarse, haciendo las paces con Dios.


FRANCISCO: Este acontecimiento, Adolfo, fué público y notorio en todo Nápoles, y se hizo de él jurídica investigación; y su verdad, jurada por testigos presenciales, sirvió poderosamente para el proceso de canonización de nuestro insigne apóstol.

ADOLFO: —Amigo mío, esto es ya harina de otro costal, y si yo estoy allí me muero de canguelo (miedo); pero, ¿qué prueba un hecho aislado para una verdad de tanta transcendencia y terrorífica como la existencia del infierno?

FRANCISCO: —Para mí tanto prueba uno como ciento, como mil, si consta con segura certidumbre su autenticidad. Pero ya no es uno sólo, sino dos, los que llevo referidos, y pudiera contarle muchos más, antiguos y modernos, si no temiera causarte fastidio.

ADOLFO: —Pues cuéntame algún hecho contemporáneo.

FRANCISCO: —Tomo la siguiente historia del insigne sacerdote Mons. Segur, el cual asegura que, cuando la escribía, vivían aún testigos del hecho, y que por ser tan público y notorio nadie se atrevería a desmentirlo, como, en efecto, nadie lo desmintió.

   En el invierno de 1847 al 1848 moraba en Londres una viudita de veintinueve años, tan vanidosa y llena de vicios como de oro, y eso que era riquísima .Entre los que frecuentaban las tertulias de su casa había un joven Lord, no menos vano y presuntuoso que descaradamente impío, el cual se mofaba de los que creían en el infierno, tratándolos de fanáticos, mentecatos y tontos de capirote.

   — ¿Quién será tan crédulo y candoroso, clamaba, que de fe á semejantes tormentos? ¿Quién ha vuelto jamás de aquellas cárceles? Cuando yo me muera, le prometo á Ud., señora, que un día le doy un gran susto viniendo a contarle lo que pasa por aquellos barrios. Pero esté Ud. tranquila; no vendré, porque por allí no pasa nada...

   No desagradaban estas impías bromas a la viudita, a quien tranquilizaba mucho la idea de que no había infierno.

   Una noche, estando en su lecho, con gran sorpresa e indecible pavor vió una luz pálida y extraña que parecía salir silenciosa de la misma puerta de su aposento, y creciendo y creciendo, se extendía por todo el cuarto.

   Atónita, aterrada, despavorida, sin saber lo que aquello era, quiere huir, pero no puede moverse; quería gritar, pero la voz se le ahogaba en la garganta. Ábrese de pronto la puerta, y ve entrar el joven Lord, cómplice de sus desórdenes, de sus crímenes. ¡Qué horror! Erizados los cabellos, los ojos desencajados, el semblante demudado, era la imagen del espanto y causaba increíble miedo el contemplarlo.

   Imagínate tú cuál sería el terror de la pobre viuda. Antes de que la miserable pudiera prorrumpir en palabra alguna, asióla (tomo)  fuertemente el joven por la muñeca izquierda, y, apretándosela, díjole con voz terrible y bronca: ¡Hay infierno! ¡Hay un infierno que no terminará jamás! El dolor que experimentó la viuda en el brazo fué tal, y la impresión que aquella escena la causó fué tan horrible, que al instante quedó desvanecida.

   Vuelta en sí, llamó con espantosas voces a la doncella. Presentóse ésta, y ¡justicia de Dios!, percibió gran fetidez de carne quemada, y notó con temblor que el brazo de la señora estaba horriblemente abrasado, y la muñeca descarnada hasta el hueso, con evidentes señales de algún apretón de mano candente. Miró al suelo, y advirtió en la alfombra, desde el lecho hasta la puerta, huellas de pies igualmente hechos ascuas, que habían atravesado el tejido de parte a parte.

   Al otro día supo la viuda, aterrorizada, que en la misma noche y hora de la aparición había el Lord muerto ebrio en brazos de sus sirvientes. El que refiere este hecho añade que por aquel entonces era la infeliz viuda muy conocida en Londres, y llamada con el nombre de la viuda del brazalete de oro, por llevar la quemadura cubierta con un adorno de este precioso metal.

ADOLFO: —Muy bien, amigo mío; pero todos estos hechos se vienen al suelo por su propio peso; porque, dime, ¿pueden admitirse en justa y buena crítica sucesos que pugnan abiertamente con la razón?

FRANCISCO: —Si esta repugnancia es evidente, claro que no deben admitirse.

ADOLFO: —Pues a mí corto entender, la existencia del infierno se opone y repugna a la sana razón...

   En esto vino a interrumpirles el conductor, pidiéndoles los billetes para taladrarlos; y el tren, amainando su velocidad, vino a parar en una de las estaciones del trayecto. (ESTE DIÁLOGO CONTINUARA EN EL CAPÍTULO IV)




Tomado de una publicación de “APOSTOLADO DE LA PRENSA” Año 1892.

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