sábado, 1 de abril de 2017

LOS CUATRO GRADOS DEL AMOR (en la comunión)





Discípulo. —Hábleme más, Padre, de este amor que debemos a Jesucristo, y del modo como podemos manifestárselo.

Maestro. —Este amor necesita manifestarse y completarse de cuatro maneras:

Primera: Con la presencia del Amado.

Segunda: Entregándose al Amado.

Tercera: Uniéndose a la persona amada, y

Cuarta: Sacrificándose por la persona añada. Las expresiones: “Quisiera estar siempre en tu compañía”, “ser siempre tuyo”, “hacer siempre lo que tú quieres”, “morir por ti”..., etc., etc., son expresiones corrientes entre dos personas que íntimamente se aman; son las expresiones que usa Jesucristo con nosotros, y no solamente las pronuncia con los labios, sino que las ratifica con las obras en el Santísimo Sacramento.

¿Qué ha hecho y qué hace constantemente Jesucristo en la Eucaristía?

Primero: Está con nosotros, noche y día, en nuestras iglesias.

Segundo: Se entrega por completo a nosotros: su cuerpo, su sangre, su alma y su divinidad; quiere ser todo nuestro y estar constantemente a nuestra disposición.

Tercero: Se une íntimamente a nosotros y se hace una sola cosa con nosotros en la Santa Comunión.
Todos los días se renueva en la Santa Misa el sacrificio que hizo por nosotros en el ara de la Cruz. Así es como El completa y perfecciona su amor para con nosotros.

D. —Entonces, si Jesucristo ha instituido la Santísima Eucaristía para completar y perfeccionar su amor para con nosotros, ¿nosotros debemos hacer lo mismo por El?

M. — Claro que sí; debemos, en primer lugar, desear su compañía, y después acompañarle de veras, quedándonos el mayor tiempo posible en la iglesia, desde donde nos llama y en donde nos espera con verdadera ansiedad: “Venid a Mí todos, porque mis mayores delicias consisten en estar con los hijos de los hombres”.

San Juan Bautista Vianney, cura de Ars, contemplaba un día, a un campesino sencillo que, con la mirada clavada en El Sagrario, pasaba largas horas en la iglesia. Lo preguntó qué era lo que hacía tanto tiempo y el campesino le contestó con la mayor sencillez: —Miro yo a Jesús, y El me mira a mí, y los dos quedamos satisfechos—. Dichosos nosotros si llegamos a contentar a Jesucristo, que pide nuestra correspondencia a su amor; darle gusto, estando en su compañía. Mirarle sin más preocupación... Él nos mirará a nosotros, satisfecho del mutuo amor.

D. — Seguramente será éste el mejor modo de prepararse para comulgar y para dar gracias, ¿verdad, Padre?

M. — Ya lo creo, y también el mejor medio de santificarnos.

El Venerable Siervo de Dios Andrés Beltrame, sacerdote salesiano, después de una larga enfermedad que había agotado sus fuerzas, pidió una habitación que tenía una ventana mirando a la capilla, y desde ella pasaba las horas del día y de la noche mirando a Jesús, hablando con El, suspirando, de tal manera que todo el día y gran parte de la noche hacía la guardia a Jesús, quien le daba fuerzas para sufrir y callar, para sufrir y sonreír en el dolor, tener pena y cantar, sintiéndose y siendo en realidad feliz con su suerte, a pesar de su continua inmolación e incesante martirio.

D.¿Y se santificó?

M.Sí, por cierto; y tal vez dentro de poco le veremos elevado al honor de los altares.

En segundo lugar debemos corresponder mutuamente al don preciosísimo de sí mismo que Jesucristo nos ha hecho y continuamente nos hace, ofreciéndole cada vez que vayamos a su encuentro, y, sobre todo, cuando le recibamos en la Sagrada Comunión nuestra mente, nuestro corazón, nuestras alegrías y nuestras penas, nuestras buenas obras y todo lo nuestro, como flores, luces, adornos y encajes para su altar y limosnas para sus pobres. Así hicieron los primeros cristianos y todos los verdaderos amigos de Jesús.


El Santo Evangelio nos habla de los pastores que llevaron al niño Dios sus corderitos; de los Reyes Magos, que le ofrecieron oro, incienso y mirra; de María Magdalena y de las piadosas mujeres, que le embalsamaron con ungüentos aromáticos, y se hace notar cómo Jesucristo agradecía aquellos dones y cómo reprendió a Judas porque no veía bien estas acciones.

D. —He oído decir que Jesucristo, a pesar de ser Dios, infinitamente sabio y poderoso, ni supo ni pudo hacernos mejor obsequio que la Santísima Eucaristía. ¿Será verdad?

M.Una verdad muy cierta; la Eucaristía es todo; es: Dios con nosotros.

Preguntado un día el Padre Señeri cuál sería el regalo más precioso que Jesucristo podía hacer a su Madre Santísima, como prenda de amor y cual grato recuerdo, contestó al momento: ––Ningún regalo más hermoso ni más querido que una Sagrada Forma, esto es, la Eucaristía y la Comunión.

Cada vez, pues, que nos acercamos a comulgar, hemos de dirigirlo estas invocaciones salidas de lo más íntimo de nuestros corazones: ¡Oh Jesús, en cambio de vuestro inmenso amor, os ofrecemos nuestra mente; en cambio de vuestro amor, os damos nuestro corazón; en cambio de vuestro amor, os ofrecemos nuestras fuerzas; en cambio de vuestro amor, os ofrecemos nuestras obras; en cambio de vuestro amor, os ofrecemos todo cuanto somos; en cambio de vuestro amor, os ofrecemos nuestra vida!

En tercer lugar, Jesucristo desea ardientemente unirse con nosotros, y la Comunión es en efecto, el divino encuentro que sacia su ardentísimo anhelo. ¿No has pensado nunca, mi muy apreciado discípulo, lo que se realiza en nosotros cada vez que comulgamos? Pues que este Dios, Señor de los cielos, se une en íntimo abrazo a nosotros con días y en forma tan continuada, también Él quiere redimirnos sin cesar.

Se lee en la Historia Romana que Agripa, prisionero seis meses del emperador Tiberio, fue puesto en libertad por el sucesor de éste, con esta particularidad: que le dió una cadena de oro tan pesada como la de hierro con que había sido sujetado en la prisión, queriendo darle a entender con esto que deseaba ensalzarle tanto cuanto Tiberio le había humillado con las cadenas. Esto es precisamente lo que hace Jesucristo con nosotros en la Sagrada Comunión; nos quita las cadenas de hierro con que el demonio nos tiene aprisionados, y nos ata con las cadenas de su amor.

Comprendes, pues, por qué debemos corresponder a tanta generosidad.

D. — Diga Padre, ¿puede disfrutar de este privilegio el que asiste a la Santa Misa aunque no comulgue?

M.No. El que asiste a la Santa Misa y no comulga es como el que únicamente asiste a la pasión y muerte de Jesucristo, y disfruta sólo en parte; pero el que oye la Misa y además comulga, se une a Jesucristo en el sacrificio, y por esto goza por entero de aquel don.

D. — Siendo esto así, procuraré con el mayor empeño asistir todos los días a la Santa Misa y comulgar también, para participar y disfrutar por entero de este sacrificio.

M. — Agradece al Señor estos buenos propósitos y renuévalos con las siguientes o parecidas jaculatorias:

Por Vos, oh Jesús, sacrificaré el placer de los sentidos.
Por Vos, oh Jesús, sacrificaré los halagos del mundo.
Por Vos, oh Jesús, sacrificaré mí mismo amor propio.
Por vos, oh Jesús, sacrificaré las comodidades y el orgullo de esta vida.
Por Vos, oh Jesús, sacrificaré todo lo que sea pecado.
Por Vos, oh Jesús, sacrificaré todo lo que me induzca a pecar.


COMULGAD BIEN

Pbro. Luis José Chiavarino

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