miércoles, 26 de abril de 2017

EL AMOR DE LOS SANTOS A NUESTRO SEÑOR Y A SU SANTÍSIMA MADRE



   Los bienaventurados ven sin celajes (con claridad) las tres Personas divinas, ven también en Dios la unión personal del Verbo y de la Humanidad de Jesús, la plenitud de gracia, de gloria, de caridad de su santa Alma, los tesoros de su Corazón, el valor infinito de sus actos humano-divinos (teándricos), de sus méritos pasados, el valor de su Pasión, de la mínima gota de su Sangre, el valor desmedido de cada Misa, el fruto de las absoluciones; ven también la gloria que irradia del Alma del Salvador sobre su Cuerpo después de la Resurrección, y cómo después de su Ascensión al Cielo está El en la cúspide de toda la creación material y espiritual.

   Los elegidos ven también, en el Verbo, a María corredentora, la eminente dignidad de su Maternidad divina, la cual, por su fin, pertenece al orden hipostático, superior a los órdenes de la naturaleza y de la gracia: contemplan la grandeza de su amor al pie de la Cruz; su elevación sobre las jerarquías angélicas, la irradiación de su mediación universal.

   Esta visión, in Verbo, de Jesús y de María, se une a la bienaventuranza esencial, como el objeto secundario más elevado se une, en la visión beatífica, al objeto principal (Al contrario, la visión extra Verbum y, con mayor motivo, la visión sensible de Cristo y del cuerpo glorioso de María, pertenecen a la felicidad accidental. Hay una gran diferencia entre estos dos conocimientos: el más elevado es llamado por San Agustín la visión de la mañana, el otro, la visión de la tarde, porque ésta descubre las criaturas, no en la luz divina, sino en la luz creada, que es como la del crepúsculo. Se identifica mejor esta diferencia si se consideran los dos conocimientos que se pueden tener de las almas sobre la Tierra: se pueden considerar a sí mismas, por lo que dicen o escriben, como haría un psicólogo; y se pueden considerar en Dios, como hacía, por ejemplo, el Santo Cura de Ars, cuando oía en confesión a los que se dirigían a él; fué el genio sobrenatural del confesonario, porque escuchaba a las almas en Dios, permaneciendo en oración; y por eso, bajo la inspiración divina, les daba una respuesta sobrenatural, no solo verdadera, sino inmediatamente aplicable; y la gente iba a él porque tenía el alma rebosante de Dios.)


   De consiguiente, los Santos aman ardientemente a Nuestro Señor, como a su Salvador, a quien se lo deben todo. Ven que, sin Él, nada hubieran podido hacer en el orden de la salvación; ven, hasta en su menor detalle, todas las gracias recibidas de Él, y que a Él deben todos los motivos de su predestinación: la vocación, la justificación conservada, la glorificación. Por lo que no cesan de darle gracias.

   Es más. Los elegidos son constantemente vivificados por Jesucristo. Cada uno contempla en El al Esposo de las almas y al Esposo de la Iglesia militante, purgante y triunfante. ¡Qué visión y qué amor tienen los elegidos al Cuerpo místico de que Jesús es la Cabeza! Se sienten amados por Dios, en Jesucristo, como miembros suyos. Entonces se cumple lo que dice el Apocalipsis (V, 12): “Millares de ángeles dicen con fuerte voz: “.El Cordero, que ha sido inmolado, es digno de recibir el poder, la riqueza, la fuerza, el honor, la gloria y la bendición. Es el Cordero inmolado que ha redimido con su sangre a hombres de todas las tribus y de todas las lenguas, de todos los pueblos, de todas las naciones” (Apoc, V, 9). “¡La Jerusalén celestial no necesita ni del sol ni de la luna para iluminarla, porque la gloria de Dios la alumbra y el Cordero es su lámpara. Las naciones de la tierra avanzarán en su luz y los reyes de la tierra aportarán sus magnificencias!...  No entrará allí nada manchado, sino sólo aquellos que están escritos en el libro de la vida del Cordero.”

   Bossuet, en sus Meditaciones sobre el Evangelio (II parte, día 72), escribió: “Empecemos, pues, desde esta vida, a contemplar con la fe la gloria de Jesucristo y a hacernos semejantes a Él imitándolo. Un día le seremos semejantes por la efusión de su gloria, y no amando en El más que la felicidad de asemejársele, estaremos embriagados de su amor. Será ésta la última y perfecta consumación de la obra para la que Jesucristo vino a la tierra.”

   En el día 75: “Jesús dice a los elegidos: Yo estoy en ellos (Jo., XVII, 26). Ellos son mis miembros vivos..., otros yo... Así el Padre Eterno no ve en los elegidos más que a Jesucristo; por eso los ama con la efusión y la extensión del mismo amor que tiene para con su Hijo. Después de esto, hay que enmudecer ante el Salvador y quedarse estupefactos ante tantas grandezas, a las que estamos llamados en Jesucristo, y no tener ya otro deseo que el de hacernos dignos de ellas con su gracia.”

   En estas almas unidas a Cristo, mientras están en la Tierra, el Espíritu Santo escribe un Evangelio espiritual; lo escribe no con tinta sobre el pergamino, sino con la gracia sobre las inteligencias y sobre las voluntades. Este Evangelio espiritual es el complemento del que leemos cada día en la Misa. Se imprime durante toda la duración de los siglos y no se acabará hasta el último día. Es la historia espiritual del Cuerpo místico; Dios la conoce desde toda la eternidad y los bienaventurados ven sus líneas esenciales en la esencia divina.

   Por encima de todos los Santos, María, en el Cielo, es reconocida por todos y amada como la dignísima Madre de Dios, la Madre de la divina gracia, la Virgen poderosa, la Madre de misericordia, el refugio de los pecadores, la consoladora de los afligidos, el auxilio de los cristianos, la Reina de los Patriarcas, de los Profetas, de los Apóstoles, de los Mártires, los Confesores, de las Vírgenes y de todos los Santos. Este amor de caridad de los Santos para con Jesús y María, contemplados en Dios, in Verbo, se une a la felicidad esencial, como el más elevado de los objetos secundarios al objeto principal.


“LA VIDA ETERNA Y LA PROFUNDIDAD DEL ALMA”

P. REGINALDO GARRIGOU–LAGRANGE, O. P.



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