lunes, 10 de abril de 2017

De la grandeza de los dolores de Cristo –– Por Fray Luis de Granada.






   Pregunta Santo Tomás en la tercera parte (Sum. Th. 3P., q. 46, a. 6.), si los dolores que padeció Cristo en su sacratísima Pasión fueron los mayores que se han padecido en el mundo.

   A lo cual responde él diciendo que, quitados aparte los dolores de la otra vida, que son los del infierno y del purgatorio, éstos fueron los mayores que en el mundo se padecieron ni padecerán jamás.

   Esta conclusión prueba él por muchas razones.

   La primera, por la grandeza de la caridad de Cristo, que era la mayor que podía ser, la cual le hacía desear la gloria de Dios y el remedio del hombre con sumo deseo. Y porque mientras mayores dolores padecía por los pecados, más enteramente satisfacía a la honra de Dios ofendido y más copiosamente redimía al hombre culpado; por esto quiso Él que sus dolores fuesen gravísimos, porque así fuese perfectísima esta redención.

   La segunda causa era la pureza de sus dolores, los cuales ninguna mixtura tenían de alivio ni consolación. Porque jamás en esta vida padeció nadie dolores tan puros que no se aguasen con alguna manera de consolación, con la cual se hiciesen a veces tolerables, y a veces también alegres como acaeció a los Mártires.

   Mas en Cristo no fue así, porque por la razón susodicha cerró El todas las puertas por donde le pudiese entrar algún rayo de luz o de consolación; y así, cruzados los brazos, se entregó al ímpetu de los tormentos, para que sin contradicción ni mitigación alguna le atormentasen todo cuanto le pudiesen atormentar.

   La tercera causa fue la delicadeza de su cuerpo, el cual no fue formado por virtud de hombres, sino del Espíritu Santo, por lo cual fue el más perfecto y más bien complexionado de todos los cuerpos, y así era el más delicado y más sensible de ellos, por lo cual sentía mucho más que otro alguno sus dolores.

   La cuarta, Juntamente con esto le afligía grandemente la memoria y compasión de su bendita Madre, cuyo corazón sabía Él que había de ser atravesado con el más agudo cuchillo de dolor que nunca Mártir alguno padeció. Porque así como ningún Mártir amó tanto su propia vida cuanto ella la de su Hijo, así nunca Mártir sintió tanto su propia muerte cuanto ella la del Hijo.

   También naturalmente le afligía la representación y memoria de su propia muerte; porque, así como es natural el amor de la vida, así lo es el horror de la muerte, y tanto más cuanto más merece ser amada la vida. Por donde dice Aristóteles que el sabio ama mucho la vida, porque, como sabio, entiende que tal vida merece ser muy amada. Pues, según esto, ¿cuánto amaría el Salvador aquella vida, de la cual sabía que una hora valía más que todas las vidas criadas?


   Pues estas cuatro causas de dolor afligían aquella alma santísima sobre todo lo que se puede encarecer. En lo cual parecen haber sido mucho mayores los dolores de su alma que los de su cuerpo, y mucho mayor la pasión invisible que padecía de dentro que la visible que padecía de fuera.

   Además de esto el mismo linaje de muerte, que fue de Cruz, es penosísimo, como adelante se verá, con lo cual se junta que en esta muerte concurrieron tantas maneras de injurias y tormentos, que ninguna cosa hubo en toda aquella sagrada humanidad, sacada la porción superior de su alma, en la cual no padeciese su propio tormento.

   Porque El primeramente padeció en su alma santísima los dolores que habernos dicho, y padeció en su cuerpo los que nos quedan por decir.

   Padeció también en la fama con los falsos testimonios y títulos ignominiosos con que fue condenado.

   Padeció en la honra con tantas invenciones y maneras de escarnios, injurias y vituperios como le fueron hechos.

   Padeció en la hacienda, que eran solas aquellas pobres vestiduras que tenía, de las cuales también fue despojado y puesto en la Cruz desnudo.

   Padeció en sus amigos, pues todos huyeron y le desampararon y le dejaron solo en poder de sus enemigos.

   Padeció también en todos los miembros y sentidos de su sacratísimo cuerpo, en cada uno su propio tormento. La cabeza fue coronada de espinas; los ojos, escurecidos con lágrimas; los oídos, atormentados con injurias; las mejillas, heridas con bofetadas; el rostro, afeado con salivas; la lengua, joropada con hiel y vinagre; la sagrada barba, repelada; sus manos, traspasadas con clavos; el costado, abierto con una lanza; las espaldas, molidas con azotes; los pies, atravesados con duros clavos, y todo el cuerpo, finalmente descoyuntado, ensangrentado y estirado en la Cruz.

   Porque así como todos los miembros de su cuerpo místico estaban especialmente heridos y llagados, así todos los del verdadero y natural estuviesen heridos y atormentados. Y asimismo, pues nuestra malicia había sido tal que con todas nuestras cosas y con todos nuestros miembros y sentidos habíamos ofendido a Dios, la satisfacción de Cristo fuese tal que en todas sus cosas padeciese tormento, pues nosotros con todas las nuestras habíamos cometido pecados.

   Creció también esta pena con la continuación y muchedumbre de trabajos que el Salvador padeció, desde la hora de su Pasión hasta que expiró en la Cruz.

   Porque en este tiempo todos a porfía trabajaban por atormentarle, cada cual a su manera. Uno le prende, otro le ata, otro le acusa, otro le escarnece, otro le escupe, otro le abofetea, otro le azota, otro le corona, otro le hiere con la caña, otro le cubre los ojos, otro le viste, otro le desnuda, otro le blasfema, otro le carga la Cruz a cuestas, y todos, finalmente, se ocupan en darle cada cual su manera de tormento.

   Vuélvenle y revuélvenle, llévanle y tráenle de juicio en juicio, de tribunal en tribunal, de pontífice a pontífice, como si fuera un público ladrón y malhechor. ¡Oh Rey de gloria!, ¿qué te debemos, Señor, por tantas invenciones y maneras de trabajos como padeciste por nosotros?

   Pues estas, y otras semejantes causas, claramente prueban que los dolores que el Salvador padeció sobrepujan todos cuantos dolores hasta hoy se han padecido en esta vida y padecerán jamás.

   Pues ¿qué fruto sacamos de esta consideración?

   Verdaderamente grande e inestimable.

   Porque todo cuanto enseña la filosofía cristiana nos enseña en breve la Cruz de Cristo, y todo cuanto obran la ley y el Evangelio, dándonos conocimiento del bien y amor de él, todo esto en su manera enseña y obra la filosofía de la Cruz.

   Porque primeramente por aquí mejor que por todos los medios del mundo se conoce la gravedad y malicia del pecado, viendo lo que el Hijo de Dios padeció por él y lo que hizo por destruirlo.

   Por aquí se conoce la gravedad de las penas del infierno; pues en tal infierno de penas y dolores quiso entrar este Señor por sacamos de ellas.

   Por aquí se conoce cuán grandes sean los bienes, así de gracia como de gloria; pues tal mérito fue menester para alcanzarlos, después de perdidos, por vía de justicia.

   Por aquí se ve la dignidad del hombre y el valor de su alma; considerando en lo que Dios la estimó, pues tal precio quiso dar por ella.

   Por aquí también más que por otro medio venimos en cono-cimiento de Dios, no cual le tuvieron los filósofos (que tan poco les aprovechó, pues poco más conocieron que la omnipotencia y sabiduría suya, la cual resplandece en las cosas criadas), más tal cual conviene para hacer a los hombres santos y religiosos, que es de la bondad, de la caridad, de la misericordia, de la providencia y de la justicia de Dios.

   Porque este conocimiento causa en nuestras almas amor y temor de Dios, y confianza en su misericordia, y obediencia en sus mandamientos, en las cuales virtudes consiste la suma de la verdadera religión.

   Pues cuánto resplandezcan estas perfecciones divinas en este misterio, parece claro por esta razón.

   Porque a la bondad pertenece comunicar y darse a sí misma; al amor, hacer bien al amado; a la misericordia, tomar sobre sí todas las miserias y males del miserable, y a la justicia, castigar severamente los delitos del culpado.

   Pues siendo esto así, ¿qué mayor bondad que la que llegó a comunicar a sí mismo y hacerse una misma cosa con el hombre? ¿Qué mayor caridad que la que repartió cuantos bienes tenía con el hombre? ¿Qué mayor misericordia que la que tomó sobre si todas las miserias y deudas del hombre? ¿Qué mayor misericordia que recibir Dios en sus espaldas los azotes que nuestros hurtos merecían, padecer nuestra cruz, beber nuestro cáliz y querer ser atormentado por nuestros deleites, deshonrado por nuestras soberbias, despojado en la Cruz por nuestras codicias y, finalmente, entregado al poder de las tinieblas por librar los hombres de ellas? ¿Puede ser mayor misericordia que ésta?

   Pues no es menor la justicia que aquí resplandece. Porque ¿qué mayor justicia que haber querido tomar Dios tan extraña manera de venganza de los pecados del mundo, en la persona de su amantísimo e inocentísimo Hijo? Porque justísimo es el juez que a su mismo hijo no perdona por haber tomado sobre sí la culpa ajena.

   Pues siendo esto así, ¿quién no temerá tal justicia? ¿Y quién no esperará en tal misericordia? ¿Y quién no amará tal bondad?

      Verdaderamente no era posible darse al hombre mayores motivos de amor, de temor, de obediencia y de confianza de los que aquí le fueron dados; y en corazón que con esto no se vence, no sé cosa que lo pueda vencer.

   Además de esto, ¿qué tan grandes son los ejemplos y motivos que aquí se nos dan para todas las otras virtudes, y señaladamente para la virtud de la humildad, de la obediencia, de la paciencia, de la mansedumbre, de la pobreza de espíritu y para todas las demás?

   Porque, como dice Santo Tomás, los ejemplos de las virtudes tanto son más eficaces cuanto son de personas más altas. Porque ¿quién tendrá corazón para ir a caballo cuando ve su rey ir a pie, o para quedarse en la cama cuando lo ve entrar en la batalla?

   Pues si tanto pueden ejemplos de reyes, que al fin son hombres mortales como nosotros, ¿cuánto más deben poder los ejemplos de aquella Real Majestad que tanto más hizo por nosotros? Especialmente que los ejemplos de Cristo tienen otra dignidad y fuerza admirable, que en ningunos otros se puede hallar. Porque sus ejemplos de tal manera son ejemplos que también son beneficios, y remedios, y medicinas, y estímulos de amor, de devoción y de toda virtud.

   Demos, pues, infinitas gracias al Señor por este tan grande beneficio, esto es, por lo mucho que Él nos dio y por lo mucho que le costó, y mucho más por lo mucho que nos amó, porque mucho más amó que padeció y mucho más padeciera si nos fuera necesario.

   Por todos estos títulos le debemos eterno agradecimiento. Y pues de nuestra parte no tenemos cosa digna que le dar, a lo menos trabajemos porque toda nuestra vida sea suya, pues la suya fue toda nuestra.



“VIDA DE JESUCRISTO”



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