Discípulo. — Padre, ¿sobre la obediencia al confesor no me dice nada?
Maestro.
— La obediencia al confesor, es virtud tan necesaria para el provecho de
nuestra alma, que si no se tiene o es defectuosa, será inútil todo empeño. Esa virtud, dice el Santo Padre Cafaso, no conoce ni el
infierno, ni el purgatorio, sino tan sólo el Paraíso.
D. — ¿En
qué consiste esa obediencia?
M.
— Consiste en estar sinceramente dispuesto a hacer u omitir inmediatamente todo
lo que manda el confesor.
M.
— Conseguirlo, es cuestión de tiempo y de la gracia de Dios, quien dará sus
auxilios en proporción al esfuerzo y a la obediencia de cada uno.
Nadie
se hace santo en un día. El confesor sabe muy bien estas cosas, y no se
descorazona, aunque se repitan las caídas, seguro de que en tiempo más o menos
breve, él y, el penitente serán consolados por el éxito más satisfactorio.
¿Recuerdas
el hecho de San Felipe Neri, que trabajó por espacio de muchos años en el alma
de aquel jovencito acostumbrado al pecado de impureza y al fin lo curó
enteramente e hizo de él un ángel de pureza, con sólo ordenarle que volviera a
confesarse cuando recayera en pecado?
D. — Lo recuerdo perfectamente. ¿De modo, Padre, que no conviene
disgustarse, ni menos descorazonarse por no llegar a poseer inmediatamente esta
obediencia?
M.
— Todo lo
contrario; conviene humillarse siempre y renovar confiadamente los buenos
propósitos. Esta es la historia de casi todos los santos más célebres, que en
resumidas cuentas, estaban amasados de la misma carne y sangre que nosotros y
sujetos a las mismas miserias.
D. —
Padre, ¿se encuentran almas dóciles al
confesor como niños?
M.
— Encuéntrame bastantes. Esas tales desearían que su conciencia fuera como un
libro siempre abierto y un espejo siempre terso en las manos del confesor, para
que él las pudiera ver y leer claramente. Lejos de temer que las conozca
demasiado, temen por el contrario, no poder descubrirse suficientemente, aunque
esto sin angustias ni escrúpulos. Con estas almas basta un sí o no, una sola
palabra a obedecerle en todo.
D. — ¡Qué
placer, ¿no es verdad, Padre? para el pobre confesor, cuando encuentra almas
tan dóciles y obedientes!
M.
— Estas son como místicos oasis en su dura y monótona labor, sin las cuales,
decía el Santo Cura de Ars, no
habría podido soportar su vida casi continua de confesonario.
D. — Más tales resultados, ¿no requieren en el penitente largo tiempo
de constante ejercicio?
M.
— Tratándose de almas constantes y voluntariosas, pueden bastar pocos meses y
aun pocas semanas, pero sucede muy diversamente si se trata de aquellas otras
almas que, aunque buenas y bien intencionadas, hállanse cardadas por su amor
propio y tercas en sus opiniones. Con éstas se obtienen el resultado que
consigue el maestro con aquellos alumnos a quienes cada día debe repetirles las
mismas cosas, sin ningún provecho.
D. —
Haga el favor de decirme quiénes son esas almas tan poco afortunadas.
M.
–– Son aquéllas que si bien se aproximan al confesionario, no lo hacen con
aquella candidez que se ha dicho. Aquéllas que frecuentemente litigan con el
confesor, para llegar a una transacción. Aquellas que exigen argumentaciones
muy persuasivas, fervorines muy acicalados, para venir siempre a parar al mismo
resultado, es decir, a salirse con la suya, a que se haga su beneplácito, he
aquí una muestra de ciertos diálogos, no raros por desgracia, en los que el
confesor es puesto entre la espada y la pared por ciertos penitentes.
Una señora se acusaba de ser algo arrogante y soberbia para con
su marido, de altercar frecuentemente con él, de no complacerlo, hasta de
responderle con malos modos, etc. Y
el confesor, procurando persuadirla de que la esposa debe ser humilde,
paciente, mansa, sumisa, decíale:
—
En resumidas cuentas, el hombre es el padre de la familia.
Y
ella al punto respondió: — Sí, lo comprendo, pero la mujer es la
madre.
—
El hombre es el amo de casa.
— Sí, Padre, pero la mujer es el ama.
—
hombre debe ser el rey.
— Sí, Padre, pero la mujer debe ser la reina.
— El hombre debe ser la corona.
— Sí, Padre pero la mujer debe ser la cruz que se coloque
encima.
M.
— Ahora dime, ¿qué cosa puede
conseguirse de semejantes penitentes?
D. —
Padre, ya se ve cuan tonta y orgullosa era esa señora.
M.
— Igualmente arrogantes y presuntuosos son aquellos que dialogan parecidamente
para continuar en sus amoríos: para continuar frecuentando el baile; para no
resignarse, si son casados, a tener numerosa familia, etc.
D. — Gracias, Padre, lo he entendido
perfectamente. ¿Y basta con respecto al
confesor?
M.
— Al
confesor se le deben aún tres cosas más, todas ellas muy importantes: respeto,
caridad y reconocimiento. Y ante todo respeto y caridad, ya en lo referente al
secreto de la confesión, ya respecto al modo de comportarse con él, ya sobre
rogar por él para el buen éxito de su ministerio.
D. — ¿Qué
hay que decir sobre el respeto y caridad, en lo tocante al secreto de la
confesión?
M.
— Se ha de decir que, así como el
confesor se halla obligado a guardar el más inviolable secreto en lo referente
al silencio de lo que se le confía como ministro de Dios; así también se debe,
por parte del penitente, una proporcionada correspondencia. Todo lo que pasa
entre el confesor y, el penitente forma un todo sacramental con el Sacramento
de la Penitencia, y todo lo que se refiere a la confesión merece grande estima,
respeto y veneración. Se trata de relaciones íntimas con el representante de
Jesucristo, el rebajar estas relaciones al nivel de las relaciones puramente
humanas, es una verdadera profanación.
D. — Así pues, ¿no está bien que se hable de las cosas oídas al confesor?
M.
— No, no
está bien, y no se puede hablar de eso. Todo lo que el confesor dice a un alma por
razón de la confianza que en él deposita, es un alimento y un remedio preparado
gramo por gramo y gota por gota, únicamente para ella, y no es lícito disiparlo
y hacer de ello materia de conversación. El confesor nunca manifiesta nada de lo que se le confía en confesión
ni siquiera lo que contesta a los penitentes éstos a su vez tampoco deben
hablar de lo que ellos comunican al confesor, ni de lo que el confesor les
comunica.
D. —
¿El hablar de tales cosas podría traer consecuencias?
M.
— Podría traerlas y muy perjudiciales.
1) Podría ser causa de equivocaciones, es
decir, de atribuir al confesor lo que jamás tuvo intención de decir.
2) Podría, ocasionar al confesor estorbos
en la dirección de las almas, ya que él debe preocuparse de cada uno de sus
penitentes en particular, sin preocuparse de otras personas.
3) Podría faltarse a la caridad para con
el confesor, que no tiene otra mira sino la mayor gloria de Dios y la salvación
de las almas.
4) Podría ser nocivo al aprovechamiento
propio y ajeno, creando fácilmente celos o antipatías y aún ocasionar sospechas
infundadas en la mente de algunos, que por tener el corazón atollado en fango,
no saben valorar las cosas santas.
¡Oh,
cuántos, con la ligereza de su lengua comprometen el respeto que se debe al
Sacerdote y al Sacramento! Ellos repiten las palabras, los
avisos, las preguntas del confesor; mas tomando palabras aisladas y
despojándolas de las circunstancias que las justifican, les dan un sentido
totalmente diverso del que tenían en el acto de la confesión, viniendo a ser
enteramente falsas y mentirosas. ¡Qué responsabilidad ante Dios!
Debe seguirse, pues, la
regla inflexible de nunca hablar absolutamente nada, de cosa tocante a la
confesión. ¡Si supieras! cuántos dolores
y cuántas humillaciones acarrearon al Santo Cura de Ars ciertas devotas de falsa
conciencia y de falsa piedad.
D. — ¿Y
los que hablan de su confesor o para criticarlo o para ensalzarlo hasta el
cielo?
M.
— También
estos hacen mal. Al confesor se le debe dejar sepultado en su confesionario, en
donde Jesucristo lo ha escondido. Si lo juzgas como a verdadero padre espiritual, toma sus consejos y
practícalos; si por el contrario le crees parcial, caprichoso, no
suficientemente santo, o bien desprovisto de aquellas prendas que desearas que
tuviera, no sólo puedes sino que debes abandonarlo y buscar otro más adecuado a
tus sublimes ideales.
D. — ¿Qué
me dice, Padre, de los que cambian frecuentemente de confesor, con el objeto de
encontrar otro mejor?
M.
— Digo que
esos son el martillo, o mejor dicho el martirio de los pobres confesores. Hacen
perder la paciencia a todos, continuando siempre en su propia voluntad y en sus
malas costumbres y defectos. A éstos se les puede aplicar el dicho del
Arzobispo de París, hablando de cierta abadesa, que acabó por abandonar el convento
y hacerse jansenista: “Era el tipo más acabado de
aquellas vírgenes, que siendo puras como ángeles, eran al mismo tiempo
orgullosas como demonios”.
Los que frecuentemente
cambian de confesor, proceden como ciertos litigantes, que por buscar un
abogado que les dé la razón, vienen a arruinarse; o como ciertos enfermos
crónicos e incurables, que van en busca de un médico que piadosamente los
engañe.
D. —
Padre, ha dicho, además que al confesor se le debe reconocimiento, ¿de qué modo?
M.
— Francamente, si alguna persona hay en
el mundo que merezca sobre todas las demás, todo nuestro reconocimiento por la
cualidad y multitud de los beneficios que nos hace, es ciertamente nuestro
confesor, el cual por el puro deber de su sagrado ministerio, con todo
desinterés, sacrifica sus comodidades, sus propios intereses, toda su persona
al bien y provecho de nuestras almas. Mas la recompensa la espera Únicamente de
Dios. Lo único que espera de nosotros, es la correspondencia al bien del alma y
nuestros ruegos por él, ya en la vida, ya después de su muerte, pues él lleva
siempre en el corazón aquel gran temor que hacía temblar a San Pablo, es decir el temor de que, después de haber salvado a
los demás, haya de ser contado él en el número de los réprobos.
D. — Reconocimiento, pues, mas no apego, ¿no es verdad, Padre?
M.
— Justamente. Obediencia, respeto,
reconocimiento, pero ningún apego. Antes bien, desechando todo lo que pueda
tener rastro de imperfección en las relaciones humanas. Las perlas
sobrenaturales no tienen nada común con las bellotas mundanas de la tierra.
“CONFESAOS
BIEN”
Pbro
Luis José Chiavarino
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