lunes, 10 de octubre de 2016

Pensamiento de la eternidad







   San Agustín ha llamado el pensamiento de la eternidad pensamiento grande, magna cogitatio. Este pensamiento es el que ha hecho a los Santos considerar los tesoros y grandezas mundanas como paja, fango, humo y basura. Este pensamiento es cl que ha conducido a los desiertos y retiradas cuevas a tantos anacoretas, a tantos jóvenes ilustres, y que ha guiado a sepultarse en el retiro y soledad de los claustros a los mismos reyes y emperadores. Este pensamiento es el que ha inspirado a tantos mártires el valor para sufrir el potro, los garfios de hierro, las, parrillas candentes y la muerte en las hogueras.

   ¡No! no hemos sido criados para esta tierra. El fin para el cual nos ha colocado Dios en el mundo es la vida eterna, la cual debemos aspirar y merecerla por nuestras buenas obras. Esto es lo que hizo decir a San Euquerio que el único asunto a que debemos atender en esta vida es la eternidad, esto es, a ganar la eternidad feliz y evitar la desdichada. Si acertamos en esta materia seremos eternamente felices; si no acertamos, nuestra desgracia será igualmente sin fin.

   Feliz aquél que vive sin perder jamás de vista la eternidad, y que cree con fe viva que en breve ha de morir y entrar en la eternidad. Esta es aquella fe que hace vivir a los justos en la gracia del Señor, que da la vida a sus almas separándolas de los afectos terrestres, recordándoles los bienes eternos que Dios ofrece a los que le aman.

   Santa Teresa dice que todos los pecados traen su origen de la falta de fe. Para vencer nuestras pasiones y tentaciones debemos, pues, reanimar frecuentemente nuestra fe, diciendo: Creo en la vida eterna; creo que después de esta vida, que pronto ha de acabar para mí, hay una vida eterna, vida de felicidad o de penas, según sean mis méritos o mis culpas.

   San Agustín ha escrito: El que cree en la eternidad y no se convierte a Dios, ha perdido el juicio o la fe. A este propósito dice San Juan Crisóstomo que los gentiles, cuando veían pecar a los cristianos, les llamaban impostores o insensatos. Si no creéis lo que predicáis, les decían, sois impostores; pero si creyendo en la eternidad pecáis, sois insensatos. ¡Ay de los pecadores que entran en la eternidad sin haberla conocido por no haber querido pensar en ella! (exclama San Cesáreo). Y después añade: y otra vez ¡ay de ellos! Entran y no salen, desgraciados. ¡Desgraciados! Las puertas del infierno se abren para recibirlos, y no volverán a abrirse para que salgan.

   Santa Teresa repetía a sus religiosas: ¡Hijas mías, un alma, una eternidad! Queriendo decirles: Hijas mías, no tenemos más que un alma; si la perdemos lo habremos perdido todo: y perdiéndola una vez, la habremos perdido para siempre.

   El último suspiro que exhalaremos al expirar decidirá de nuestra bienaventuranza o de nuestra desesperación eterna. Aunque la eternidad de la otra vida, el paraíso y el infierno, no fuesen más que opiniones de sabios y cosas dudosas, deberíamos, a pesar de esto, esmerarnos solícitamente en vivir bien, y no exponernos al inminente riesgo de perder nuestra alma para siempre.

   Pero no: no se trata aquí de cosas dudosas; tratase sí, de cosas ciertas, de cosas de fe, de cosas mucho más ciertas que aquéllas que vemos con nuestros ojos.

   Roguemos, pues, al Señor se digne aumentar nuestra fe: Domine, adauge nobis fidem; porque si vacilase nuestra fe, vendríamos a ser peores que Lutero y Calvino. Por lo contrario, una viva fe en la eternidad que nos aguarda puede hacernos santos.

   San Gregorio enseña que los que piensan en la eternidad, ni se enorgullecen en la prosperidad ni se abaten en la desgracia, porque no deseando nada de este mundo, tampoco temen cosa alguna.

 Cuando tengamos que sufrir alguna enfermedad, alguna persecución, acordémonos del infierno que tenemos merecido por nuestras culpas; entonces toda cruz nos parecerá ligera, y daremos gracias al Señor exclamando: Misericordiae Domini, quia non sumus consumpti. Digamos con David: Si Dios no hubiese tenido compasión de mí, mi alma estaría en el infierno desde el día en que tuve la desgracia de ofenderle con un pecado mortal. Yo por mí ya estaba perdido: vos, ¡oh Dios de misericordia! me habéis alargado la mano para arrancarme del infierno.

   ¡Oh, Dios mío! vos sabéis cuántas veces he merecido el infierno, y sin embargo, me ordenáis que espere. Yo quiero esperar, ¡oh Dios mío! y aunque me espantan mis pecados, me infunde valor vuestra muerte, vuestra promesa de perdonar al que se arrepiente: Al corazón contrito y humillado no lo despreciarás, ¡Oh Dios! Os he despreciado hasta ahora, pero ya os amo más que a todas las cosas: me arrepiento de haberos ofendido mucho más que de todos los males de la tierra. Tened piedad de mí, Jesús mío. Madre de Dios, Virgen .María, interceded por mí.



SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO

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