viernes, 21 de octubre de 2016

Para hacerse santa un alma, es menester que se de toda a Dios sin reserva. (Una lectura maravillosa)



   San Felipe Neri decía que, cuanto más amor pongamos en las criaturas, otro tanto quitamos a Dios; y por esto nuestro Salvador es celoso de nuestros corazones: celoso es Jesús, dice San Jerónimo. Porque nos ama mucho quiere reinar solo en nuestro corazón, y no sufre rivales que le roben parte alguna del amor que quiere todo entero para sí: por esto experimenta tan grande disgusto al vernos aficionados, apegados a cualquier afecto que no sea el suyo. ¿Acaso exige demasiado este divino Salvador, después de habernos dado su sangre y su vida, muriendo en una cruz? ¿No merecerá tal vez ser amado por nosotros de todo nuestro corazón y sin reserva?

   San Juan de la Cruz dice que todo apego a la criatura impide ser enteramente de Dios. Hay almas llamadas por Dios a la santidad; pero si estas almas obrando con reserva y no entregando a Dios todo su amor, conservan alguna afección a las cosas terrenas, no se hacen santas ni llegarán a serlo jamás: quisieran volar, pero sus ataduras las retienen: no vuelan, y quedan siempre pegadas a la tierra. Preciso es, pues, desprenderse de todo. Un hilo, pequeño o grande, añade el mismo santo, basta para detener el vuelo de una alma hacia Dios.
   Santa Gertrudis pidió un día al Señor, le indicase lo que quería de ella. El Señor la respondió: No quiero de ti más que un corazón vacío. Esto le pedía a Dios el santo rey David. ¡Dios mío! dadme un corazón puro, esto es, vacío, despojado de toda afección mundana.

   Todo por todo, escribe Tomás de Kempis. Es necesario darlo todo para ganarlo todo. Para poseer a Dios enteramente, es necesario apartarnos de todo lo que no sea Dios. Entonces podrá el alma decir al Señor: Jesús mío, todo lo he dejado por vos, ahora entregaos vos todo a mí.

   Para llegar a esto, es preciso rogar a Dios sin descanso tenga a bien llenarnos de su santo amor. El amor divino es este fuego poderoso que consume en nuestros corazones todas las afecciones quo no van encaminadas a Dios. San Francisco de Sales decía que, cuando se ha prendido fuego en una casa, se arrojan todos los muebles por las ventanas: quería decir, que cuando el amor divino prende fuego y toma posesión de un corazón, esta persona no tiene ya necesidad de sermones ni del director espiritual para desprenderse del mundo: el mismo amor de Dios quemará y despojará aquel corazón de todas las afecciones impuras.

   El amor divino está simbolizado en el Cantar de los Cantares por la bodega del esposo: Me introdujo en la cámara del vino, ordenó en mí la caridad. En esta bienaventurada bodega, embriagadas las esposas de Jesucristo con el vino del santo amor, pierden el sentimiento de las cosas del mundo, y no miran más que a Dios, no buscan en todas las cosas más que a Dios, no hablan ni quieren oír hablar más que de Dios. Si delante de ellas se nombran las riquezas, las dignidades, los placeres, se vuelven hacia Dios y le dicen con un inflamado suspiro: ¡Mi Dios y mi todo! Dios mío, ¿para qué quiero yo los placeres, los honores, el mundo entero? Vos sois todo mi bien, todo mi contento.

   Santa Teresa, hablando de la oración de unión, dice que esta unión consiste en dejar de existir para todos los objetos del mundo, a fin de no poseer más que a Dios.

   Los medios más principales para entregarse a Dios son estos tres: 1°) Huir de toda especie de faltas, hasta las más leves, venciendo toda voluntad mal ordenada; como es abstenerse de la curiosidad de ver o de escuchar, de gustar algún placer sensible aunque ligero, de emplear tal palabra festiva inútil, y de otras cosas parecidas. 2°) Entre las cosas buenas escoger la mejor, la que más agrada a Dios. 3°) Recibir en paz, con acción de gracias, de la mano de Dios, las cosas que repugnan a nuestro amor propio.

   Jesús mío, amor mío, mi todo, ¿cómo puedo contemplaros muerto sobre un infame patíbulo, despreciado de todo el mundo, consumido de dolores, y buscar yo todavía los placeres y la gloria de la tierra?

   Quiero ser todo de vos. Olvidad mis ofensas y recibidme, hacedme conocer aquello de que debo apartarme, y lo que debo hacer para agradaros: que todo esto quiero hacerlo. Dadme vos fuerza para ejecutarlo y para seros fiel.

   Amable Redentor, vos deseáis que yo me entregue todo a vos y sin reserva, para unirme todo a vuestro corazón: pues ved ahí que desde hoy me entrego todo ä vos sin reserva. Sí, todo entero. Espero que me concedáis la gracia de seros fiel hasta la muerte. ¡Oh madre de Dios, y madre mía, María! obtenedme la santa perseverancia.


“SAN ALFONSO MARÍA DE LIGORIO”

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