lunes, 17 de octubre de 2016

“Cien años de modernismo” (Epílogo) ¡¡¡IMPERDIBLE!!!




   Cuando se ponen al descubierto los fundamentos de nuestra cultura cristiana, se comprende fácilmente que el gran árbol de la Iglesia extendió sus ramas sobre toda la tierra porque se alimentó a través de raíces sanas, la fe en Jesucristo y la recta razón. Desde entonces, a la sombra de ese árbol fecundo en frutos de sabiduría, pudieron posarse las aves del cielo. Los grandes espíritus y los poderosos de este mundo, los humildes y los sencillos, han probado y saboreado los beneficios de la civilización de Cristo, tan divina y tan humana, tan razonable y tan sublime.

   El modernismo se presenta como la perfecta antítesis de la cultura cristiana. De Lutero a Loisy pasando por Kant, y de Tyrrel a la “Iglesia conciliar” pasando por Rahner, vemos que las mismas causas producen los mismos efectos letales. Esos hombres soltaron las amarras de la fe separándola de la razón. La fe absurda, sin motivo ni regla, se convierte en la fe de la conciencia personal. De paso, la Revelación se emancipa de su Revelador, Jesucristo, para convertirse tan sólo en el sentimiento de lo divino que reconforta el corazón. El precio que hay que pagar para seguir esa religión absurda es la destrucción de la razón misma. La inteligencia persigue ciegamente sus ilusiones y sus sueños, liberada de las leyes de la realidad. Todo cambia, todo está en todo, todo es cierto y falso a la vez, todo está bien y mal. Es el caos y la contradicción establecidos como principios supremos.

   Si la herencia cristiana simboliza el orden y la perfección del ser para alcanzar finalmente la plenitud del Ser absoluto que es pura perfección, el modernismo es todo lo contrario. Es el vacío de Dios, fundado en una Revelación imaginaria y apoyado en una filosofía absurda. Ante la plenitud de la verdad católica, el modernismo ofrece la nada más absurda, el horror del nirvana. No es otra cultura; es visceralmente una contracultura o, mejor dicho, una anticultura. En lugar de adorar a su Creador, el hombre se adora a sí mismo en un narcisismo introvertido; en lugar de Dios que crea al hombre a su imagen y semejanza, el hombre es el que hace a “Dios” a su propia imagen; en lugar de Dios que se hace hombre y habita entre nosotros, el hombre se hace Dios y rechaza al Dios verdadero. Y puesto que el hombre no es nada sin Dios, querer amarse y adorarse a sí mismo fuera de Dios es el suicidio más radical que pueda existir. El modernismo es el suicidio de la inteligencia y del alma, porque el hombre se alimenta con sus propias fantasías, en vez de buscar su bien en Aquel que es el Ser y la Vida.

   Este dilema, el hombre o Dios, ha dividido el género humano y la vida religiosa desde sus inicios, pero sobre todo después del advenimiento de Nuestro Señor. Desde hace dos mil años, la religión panteísta, con la autoadoración del hombre, lanza el grito de rebelión contra Dios. Esta religión encontró su desarrollo, después de Lutero, en ese gran movimiento modernista que conocemos hoy en día, más peligroso por tener su arsenal en terreno católico. Culminará mañana con la venida del Anticristo triunfante. Las profecías sobre el Hombre de perdición se hacen más claras a medida que se va cumpliendo el plazo. Nada impide concebir hoy que el Anticristo pueda tener un poder de dimensiones planetarias. Nadie se sorprende ya de la pérdida de la fe en la mayor parte del pueblo católico y en la misma Roma, lo cual hubiera sido impensable hace sólo cuarenta años.

   Hay una relación de causa a efecto entre el receso de la luz y la invasión de las tinieblas. El mal se extiende a medida que el bien se desmorona. El Príncipe del mal gana terreno a medida que la Iglesia, el reino de Cristo en la tierra, se tambalea. El sueño del diablo, desde luego, es neutralizar a la Iglesia y hacerla entrar en su juego infernal. Gracias a las lecciones de la Historia, los regímenes totalitarios comprendieron que, aunque podían forzar físicamente a los hombres a militar en el partido, les resultaba imposible doblegar sus mentes y sus voluntades. Al totalitarismo político el Anticristo deberá sumarle el totalitarismo religioso, único dueño de las almas. Así, pues, se trata de destruir la religión, más precisamente la única religión que aún cree en Dios y en la verdad, la religión católica. Ocurrirá entonces lo que Pablo VI anunciaba poco después del Concilio:

   “Puede ser que este pensamiento no católico dentro del catolicismo sea mañana el más fuerte. Pero nunca representará el pensamiento de la Iglesia. Tiene que sobrevivir un pequeño rebaño, por muy pequeño que sea” (Pablo VI Il Popolo, 9 de diciembre de 1968.)

   Cuando la religión católica haya sido vaciada de su sustancia y contaminada con el virus modernista, nada podrá detener el poder del Anticristo. En complicidad con los cabecillas “católicos”, llegará a sentarse personalmente en el santuario de Dios, presentándose a sí mismo como Dios. Acumulando los dos poderes supremos en la tierra, impondrá el totalitarismo más absoluto, el que consiste sobre todo, según Solzhenitsin, en la negación de la idea de verdad. El Estado y la religión, la institución natural y la divina, serán guiadas por ese Hijo de la mentira, sin otro freno que su voluntad de hierro.

   Cuando Pablo VI habla de una mayoría de católicos en el error y de una pequeña minoría fiel, se refiere sin duda a un tiempo de crisis. Es el que vivimos hace cuarenta años, desde que el modernismo triunfa sobre la cúpula de San Pedro. El tiempo de crisis es un tiempo de niebla, en el que las formas son confusas y los colores se confunden. La cuestión crucial en una época como ésta es saber cuáles son los puntos de referencia que nos permitan discernir con seguridad lo verdadero de lo falso. Es necesario que sean referencias tan inmutables como la Roca de Pedro y como el Dios de nuestros padres. Son las tres intuiciones, las tres evidencias que constituyen toda la herencia cristiana: que la fe es racional; que la Revelación de Jesucristo tuvo lugar, atestiguada por las profecías y los milagros, tan ciertos como la muerte de san Pablo y la existencia de la Iglesia; y que el ser y la verdad, religiosa o no, son tan inmutables como Dios mismo. El hombre cambia de ideas y se equivoca a veces, los hombres de Iglesia cambian y pueden equivocarse, pero los principios fundadores son eternos e infalibles. La Revelación y la fe serán mañana las mismas que ayer y hoy. Nuestro punto de referencia infalible es el pasado, es la fe de nuestros piadosos padres, de nuestros santos padres Pío, san Pío V, el beato Pío IX, san Pío X y Pío XII. Traicionar esta fe para seguir a los hombres, aunque sean de Iglesia, es traicionar a Jesucristo. Por eso, que los verdaderos cristianos se preparen, en la fidelidad a Dios, a la llegada de ese Hijo de perdición, a quien el Hijo de Dios aniquilará con el soplo de su boca. Que sobre todo se vacíen de sí mismos para llenarse del Dios tres veces santo. Que imiten además el ejemplo de la Virgen María, que por su humildad ya ha aplastado la cabeza de la Serpiente, y destruirá finalmente su raza maldita “Ipsa conteret”— Gen 3: 15.



PADRE DOMINIQUE BOURMAUD

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